Francis Scott Fitzgerald (1896–1940), uno de los más grandes novelistas del siglo XX, vivió con ímpetu la llamada “era del jazz” y perteneció a la Generación Perdida, grupo de señalados escritores estadounidenses asentados en ciudades europeas, sobre todo en París, el final de la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión de 1929. En ella, al lado de Fitzgerald figuran, entre otros, Dos Passos, Faulkner, Hemingway, Dorothy Parker, Pound y Steinbeck. Autor de cuatro novelas, entre ellas la célebre El gran Gatsby, Scott Fitzgerald sostuvo una tórrida e indestructible relación amorosa con Zelda Sayre, también escritora, joven de sociedad en Montgomery, Alabama, con quien tuvo una hija, Scottie.
Ella era culta, espontánea, con un toque extravagante, y amaba a Fitzgerald. Y él la amaba a ella.
Era una relación muy especial, y, pese al control que él ejercía sobre ella, se concedían la libertad de sostener amoríos o flirteos de poca o de alguna monta, pero que al final no significaban nada. Ambos eran amistosos, rumberos, bebían alcohol a montones y sus fiestas eran frecuentes y mentadas.
Pero ella era impredecible, al punto de que Hemingway en sus memorias la calificó como “loca”, y no le caía muy bien, pues creía que ella estimulaba en su marido el consumo de licor con el fin de que este abandonara el rigor que implica la escritura de una novela para que se entregara a la redacción de relatos cortos –más fáciles de elaborar– que él enviaba a ciertas revistas, como Collier’s Weekly, Esquire y The Saturday Evening Post, que los pagaban muy bien, gracias a lo cual ella podía mantener su estilo de vida de gastos, lujo y desenfreno. Esas ventas lesionaron la amistad entre Fitzgerald y Hemingway, pues este las calificaba como prostitución literaria. Como muestra de esa relación cargada de pasión, amor, libertinaje, locura, obsesión y una rutina de agravios y furor, transcribo apartes de una carta, elegidos y reunidos por mí, que, ya frívola ya seria, desde una clínica donde estaba internada, Zelda le envió a Scott, en la que repasa algunas de sus vivencias en común: “Querido Scott: Me dices que has estado pensando en el pasado. Había la extrañeza y agitación de Nueva York, los periodistas y los vestíbulos de hotel llenos de pieles, el brillo del sol en los cristales de las ventanas; muchos bailes por la tarde y mi comportamiento excéntrico en Princeton. Visitas a Smart Set y a Vanity Fair: un mundo literario colegial desmesurado por los periódicos neoyorquinos. Había flores y clubes nocturnos y el consejo de Ludlow de que nos trasladáramos al campo. Una vez peleamos en West Port hablando de moral, caminando junto a un muro colonial bajo el frescor de los lilos. Estaba el parador de carretera en el que comprábamos ginebra, y el marco radiante del Club Rye Beach. Nadamos en plena noche con George antes de pelear con él, y fuimos a las fiestas de John Wílliams, a las que iban actrices que hablaban francés cuando se emborrachaban. Recorridos demenciales en carro por Post Road y viajes a Nueva York. Nunca conseguíamos habitación en los hoteles de noche por lo jóvenes que parecíamos. Tuve una relación romántica con Townsend y él se marchó a Tahití, y tus aventuras con Miriam. Bebimos whisky de maíz en los alerones de un aeroplano a la luz de la Luna, bailamos en el club de campo y regresamos. Yo tenía un vestido rosa que flotaba y uno plateado muy espectacular que había comprado con Don Stewart.
Nos mudamos a la calle 59. Nos peleamos y tú rompiste la puerta del cuarto de baño y me hiciste daño en un oído.
Ibamos tanto al teatro que lo descontaste del impuesto sobre la renta. Cruzamos despacio Central Park por la nieve después de un baile en el Plaza. Tomamos bourbon, picamos jamón picante y celebramos la Navidad en casa de los Overman, y comíamos mucho en el Lafayette. Y la vez que bailé toda la noche con Alex, y comidas en Mollats con John, y yo patiné y estaba embarazada, y tú escribiste Hermosos y malditos . Vinimos a Europa y yo me encontraba mal y me quejaba siempre. Recordé Londres. Y París y el calor y el helado que no se derretía y comprar ropa, y Roma y tus amigos de la embajada británica y tu continuo beber. Alabama y el calor insoportable y cuando casi compramos una casa.
Luego fuimos a St. Paul e iban a visitarnos cientos de personas.
Teníamos los bosques indios y la luna en la galería-dormitorio y yo estaba embarazada y me daban miedo las tormentas.
Luego nació Scottie y fuimos a todas las fiestas de Navidad. La nieve lo cubría todo. Íbamos al club de yates y los dos tuvimos aventuras sin importancia. Fuimos a Nueva York y alquilamos una casa borrachos. Luego llevé a Scottie a Nueva York. Estaba gordita y muy graciosa con un abrigo y un gorro color rosa y tú nos esperabas en la estación. En Great Neck siempre había líos y peleas: por el club de golf, por los Fox, por Peggy Weber, por Helen Buck, por todo.
Dábamos muchísimas fiestas. Íbamos siempre a casa de los Buck o de los Lardner o de los Swope cuando ellos no estaban en la nuestra. Bebíamos de seguido y al fin nos fuimos a Francia porque siempre había demasiada gente en la casa. Tú escribías y a veces íbamos a Niza o a Monte Carlo. Estábamos solos y dábamos grandes fiestas para los aviadores franceses. Fuimos a Roma. Comimos en el Castelli dei Cesari. La Navidad en los ecos y los eternos paseos. Lloramos cuando vimos al Papa. Fuimos a Frascati y a Tívoli. Y mi negativa a ir al baile de la gente del cine en el Excelsior, y pedí a Hungary Cox que me acompañara casa. Luego me puse malísima por intentar tener un bebé y tu no te preocupaste mucho, y cuando me puse bien volvimos a París. Nos sentamos juntos en Marsella y pensamos lo agradable que era Francia….”.