Por Jaime De La Hoz Simanca*
A María Isabel Cabarcas Aguilar le estalla el orgullo cuando escucha el nombre de Gabriel García Márquez. Agranda la mirada y despliega un gesto que abre múltiples interrogantes. Me ha citado a su casa, cuyo patio es una enorme cuadrícula de cemento adornada con enredaderas de flores moradas que caen como campanas y se aferran a las paredes en busca de una salida hacia la casona vecina. A la izquierda, en una especie de patiecito, un conejo gigante lucha contra una zanahoria que, poco a poco, se deshace en su boca. A la derecha, florecen las plantas que su madre sembró con esmero durante más de cuatro décadas. María Isabel trae dos libros: Cien años de soledad y Vivir para contarla, tal vez las obras más representativas del mago de Macondo, por lo que significan en su vida y en su obra artística. La primera produjo una conmoción en el mundo de la literatura al momento de su aparición, en mayo de 1967. Según Arthur Lundkvist, miembro de la academia, y quien lo postuló para el Nobel, el otorgamiento del Premio se había dado, principalmente, por esa obra1. La segunda, una especie de memorias, revela parte de su desnudez, desde el nacimiento, hasta su arribo a Europa.
“Sólo los amigos más cercanos y una mención breve en un diario del Caribe conocen la historia que te voy a contar”, dice María Isabel, mientras acaricia la portada de los dos libros. Es imposible negar el suspenso que me produce la manera como ella, una riohachera raizal, docente y mujer inmersa en el mundo cultural de su ciudad, maneja el misterio que gira en torno a su inminente confesión. En todo caso, la expectativa no me deslumbra, pues sobre García Márquez se ha dicho casi todo y no hay resquicio de su obra o de su existencia que no haya sido objeto de notas, ensayos, análisis, descubrimientos, comentarios, reportajes y libros, sin excluir las mentiras y leyendas que, en muchos casos, a fuerza de repetirse, se han integrado como verdades a sus descomunales biografías.
“Yo soy familia de un personaje de ficción de Cien años de Soledad”, anuncia María Isabel con una sonrisa de satisfacción. Habla lento, midiendo el peso de cada oración. Es consciente de la incredulidad que me causa su afirmación y la dificultad que produce entender aquel galimatías. Si bien existe una relación entre realidad y ficción, la frase encierra una fuerte contradicción que, al descifrarse en sí misma, me conduce a concluyentes pensamientos: “otra fábula más”, “está mintiendo”, “quiero conocer la esencia de este invento”, “ya veremos con qué sale”, entre otras reflexiones que me asaltan al instante. María Isabel no se inmuta. Pareciera que disfruta un tesoro intangible que guarda con celo desde hace varios lustros. Su estrategia, pienso, es convencerme de una circunstancia que luce inverosímil y para ello despierta primero mi curiosidad para luego ir al terreno de las demostraciones. “Yo soy la nieta de Prudencio Aguilar, el personaje a quien José Arcadio Buendía mata con una lanza en las primeras páginas de Cien Años de Soledad”, sentencia con severidad.
Tal afirmación me sorprende. Efectivamente, el segundo apellido de María Isabel es el mismo de Prudencio, el difunto de la novela y, en tal sentido, −torciéndole el cuello a la lógica−, ella podría ser la nieta, tal como lo afirma. Pero, ¿cómo es ese estiramiento de la ficción que, en este caso, se funde con la realidad? Es cierto que de ese episodio se desprende el mundo macondiano. Es, tal vez, el de mayor fuerza desde el punto de vista de la historia total. Y, para empezar, habría que situarse en el instante en que se produce y la forma en que se traspone poéticamente en la novela de Gabo −tal como lo llamaron sus amigos más cercanos y como terminó llamándose en el ámbito literario−.
La primera exposición pública la realizó el mismo García Márquez a través del famoso diálogo que sostuvo con Mario Vargas Llosa, el 5 de septiembre de 1967, luego de que ambos escritores se conocieran en Caracas, donde el colombiano fue invitado a raíz de la explosión que causó Cien años de soledad. El peruano asistió con el propósito de recibir el Premio Rómulo Gallegos que ganó con la novela La casa verde. Después del encuentro en Venezuela, ambos sostuvieron una histórica charla en la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima, Perú, gracias a los buenos oficios del crítico Miguel Oviedo, gestor del evento y profesor de la mencionada institución. El texto del diálogo se publicó, de manera legal, en abril de 2021 bajo el título Dos soledades. Preguntado por Vargas Llosa acerca de si una tía había sido la de mayor influencia en su vida, García Márquez respondió:
“No. Era mi abuelo. Fíjense que era un señor que yo encuentro después en mi libro. Él, en alguna ocasión, tuvo que matar a un hombre, siendo muy joven. Él vivía en un pueblo y parece que había alguien que lo molestaba mucho y lo desafiaba, pero él no le hacía caso, hasta que llegó a ser tan difícil su situación que, sencillamente, le pegó un tiro. Parece que el pueblo estaba tan de acuerdo con lo que hizo que uno de los hermanos del muerto durmió atravesado, esa noche, en la puerta de la casa, ante el cuarto de mi abuelo, para evitar que la familia del difunto viniera a vengarlo. Entonces mi abuelo, que ya no podía soportar la amenaza que existía contra él en ese pueblo, se fue a otra parte; es decir, no se fue a otro pueblo: se fue lejos con su familia y fundó un pueblo”. Apunta Vargas Llosa: “Bueno, es un poco el comienzo de la historia de Cien años de soledad, donde el primer José Arcadio mata a un hombre y tiene, en primer lugar, un terrible remordimiento, un terrible cargo de conciencia, que es el que lo obliga a abandonar su pueblo, a cruzar las montañas y a fundar el mítico Macondo”2. En esta parte del diálogo no se menciona el nombre de la víctima; pero, ya la emblemática novela tenía seis meses de haber sido publicada por la Editorial Sudamericana de Buenos Aires y allí está la narración del episodio que, muchos lustros después, se convertiría en una especie de nudo gordiano. Enseguida, María Isabel tomó entre sus manos Cien años de soledad y leyó lo siguiente:
“Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera, donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región, le atravesó la garganta” (…) “Fue así como emprendieron la travesía de la sierra. Varios amigos de José Arcadio Buendía, jóvenes como él, embullados con la aventura, desmantelaron sus casas y cargaron con sus mujeres y sus hijos hacia la tierra que nadie les había prometido. Antes de partir, José Arcadio Buendía enterró la lanza en el patio y degolló uno tras otro sus magníficos gallos de pelea, confiando en que en esa forma le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar”3.
María Isabel cierra el libro y sigue hablando de Prudencio Aguilar, de José Arcadio Buendía y del coronel Aureliano Buendía, el otro personaje del que recita de memoria extensos pasajes narrados en Cien años de soledad, la novela que leyó por primera vez en su adolescencia y la que tanta impresión le causó al descubrir que allí había un personaje que tenía el primer apellido de su madre y que ella conserva al lado del Cabarcas que le legó su padre. En realidad, su madre le contó muchas veces algunas vicisitudes de su progenitor, pero sin ahondar en su historia, ni en sus amistades ni en su cotidianidad.
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REALIDAD VS. FICCIÓN
La duda me invade, la curiosidad me causa una especie de desazón indescriptible. Entonces, acudo a su biblioteca que contiene todas las novelas y cuentos de Gabo, al igual que las más encumbradas biografías. Es necesario aclarar, María Isabel; antes que nada, hay que conocer el contexto, las referencias históricas, los golpes de realidad relacionados con aquel pasaje episódico que antecede la vida del prestidigitador de Aracataca. La primera obra se llama, García Márquez: Historia de un deicidio, y en ella el Premio Nobel peruano reproduce textualmente el mismo diálogo que aparece en los pocos ejemplares que circularon en Lima en 1968, Carlos Milla Batres, Ediciones-UNI. Es decir, no existen detalles acerca del muerto ni su nombre está citado.
La otra biografía es la del escritor colombiano Óscar Collazos, quien sostiene: “(…) La casa está rodeada de almendros; el patio, adornado con flores. Todos estos elementos daban al ambiente la apacibilidad que seguramente se correspondía con la corrección del abuelo, aquel hombre que sólo parecía llevar dentro un viejo remordimiento: el de haber matado a otro hombre que lo desafiaba y hostigaba. El hecho había acaecido en Riohacha y fue uno de los motivos de su fuga hacia Aracataca, destino final del coronel que antes, en su peregrinaje, había fundado un pueblo. Ya en aquellos años, evocando el incidente de Riohacha, diría a su nieto: «Tú no sabes lo que pesa un muerto”4. Aquí tampoco aparece el nombre real de la víctima, y el pasaje contiene una imprecisión: el hecho no acaeció en Riohacha sino en el municipio de Barrancas, tal como lo relata el biógrafo Dasso Saldívar, quien abunda en detalles luego de una rigurosa investigación que incluyó declaraciones de testigos de la tragedia, y conclusiones que sólo leerá usted al final de esta crónica, estimado lector; pero, sin que ello desenrede la famosa trama. Afirma Saldívar, luego de contar los pormenores del duelo:
“Antes de entregarse en la alcaldía, el coronel buscó el apoyo moral de su gran amigo el dirigente liberal Lorenzo Solano y entró a casa a darle la mala nueva a su mujer. Tranquilina Iguarán Cotes enloqueció con la noticia. Los dos amigos cruzaron diagonalmente la plaza y Nicolás se entregó al alcalde Tomás Peláez. Cuando le preguntaron en la audiencia si se confesaba autor de la muerte de Medardo Pacheco Romero, el coronel lo admitió añadiendo dos precisiones en su estilo tácito y terminante: «Yo maté a Medardo Romero y si resucita lo vuelvo a matar». Algo parecido le diría José Arcadio Buendía a Prudencio Aguilar la noche de su aparición”5.
Respecto al hecho verídico (Realidad), en la obra de Saldívar aparecen algunos nombres desconocidos hasta entonces: Medardo Pacheco Romero (Prudencio Aguilar en la novela) y Nicolás (Nicolás Ricardo Márquez Mejía), abuelo de Gabo que asume el nombre de José Arcadio Buendía en Cien años de soledad. En la biografía se revela también que Medardo es hijo natural de Nicolás Pacheco y de Medarda Romero, la causante de la desgracia, pues aguijoneó a su hijo para que cobrara una supuesta afrenta del coronel Nicolás Márquez contra ella. En el fondo, lío de faldas. De tal manera que la consanguinidad de María Isabel Cabarcas Aguilar con algún personaje del episodio trágico pareciera estar en el limbo, girando como una rueda loca en medio del laberinto de nombres que cruzan de lado a lado la frontera que divide la realidad de la ficción.
El biógrafo Gerald Martin también se refirió al episodio que involucró al coronel Nicolás Márquez y a Medardo Pacheco. Al igual que Saldívar, el escritor inglés visitó Barrancas y logró indagar en profundidad aspectos desconocidos hasta entonces; pero, coincidentes en lo fundamental. Escribió Martin: “Cuando prestó declaración ante las autoridades, a Nicolás Márquez le preguntaron si admitía haber matado a Medardo Pacheco, y dijo: «Sí. Y si vuelve a la vida, lo mato otra vez». El alcalde, conservador, decidió proteger a Nicolás”6.
Ahora María Isabel abre el libro, Vivir para contarla, y, al mejor estilo de los actos de magia antigua, lee lo siguiente: “Tanto había oído hablar de Manaure, de sus tardes de mayo y ayunos medicinales, que cuando estuve por primera vez me di cuenta de que lo recordaba como si lo hubiera conocido en una vida anterior. Estábamos tomando una cerveza helada en la única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra mesa un hombre que parecía un árbol, con polainas de montar y al cinto un revólver de guerra. Rafael Escalona nos presentó, y él se quedó mirándome a los ojos con mi mano en la suya.
−¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás Márquez? –me preguntó.
−Soy su nieto –le dije.
−Entonces –dijo él−, su abuelo mató a mi abuelo.
Es decir, era nieto de Medardo Pacheco, el hombre que mi abuelo había matado en franca lid. No me dio tiempo de asustarme, porque lo dijo de un modo muy cálido, como si también ésa fuera una manera de ser parientes. Estuvimos de parranda con él durante tres días y tres noches en su camión de doble fondo, bebiendo brandy caliente y comiendo sancochos de chivo en memoria de los abuelos muertos. Pasaron varios días antes de que confesara la verdad: se había puesto de acuerdo con Escalona para asustarme, pero no tuvo corazón para seguir las bromas de los abuelos muertos. Se llamaba José Prudencio Aguilar, y era un contrabandista de oficio, derecho y de buen corazón. En homenaje suyo, para no ser menos, bauticé con su nombre al rival que José Arcadio Buendía mató con una lanza en la gallera de Cien años de soledad”7.
Parte de ese mismo pasaje es el mismo que aparece en una columna de opinión publicada en el diario El Espectador, de Bogotá, el 26 de agosto de 1981, incluida después en una antología y titulada El cuento del cuento. Allí Gabo refiere algunos pormenores de la novela Crónica de una muerte anunciada; sin embargo, en dicha columna, no menciona al nieto de la víctima, pero sí suma otros detalles: “(…) Me llevó a distintos pueblos, hasta el interior de la península Guajira, para que conociera a diecinueve de los hijos incontables que el coronel Nicolás Márquez había dejado dispersos durante la última guerra civil. Al cabo de una semana, me dejó en el otro Manaure (…)”8.
En cambio, sí lo menciona en una entrevista quincenal que concede al periódico bogotano El Manifiesto. Quincenario Socialista, en septiembre de 1977, en respuesta a la pregunta sobre las influencias en su formación literaria: “Estaba en Valledupar y de pronto se me presentó un tipo altísimo, altísimo, con un sombrero de vaquero así, y me dijo: «Tú eres Márquez?» Yo le dije: ¡Sí! Entonces, él se quedó viéndome así… y me dijo: «¡Tu abuelo mató a mi abuelo!»… ¡Y yo me cagué! Yo lo vi así, y no supe qué decir. Entonces él se sentó… Pidió. Yo estaba como instalado, así contra la pared…, y empezó a contarme… Él se llamaba José Prudencio Aguilar… ¡Y no te digo nada más!”.
María Isabel cierra Cien años de soledad y observa sonriente mi cara de asombro. Yo había leído aquel pasaje, pero olvidé la intrincada conexión. Es más: pensé que se trataba de uno de esos artificios de Gabo que le permitían inventar las anécdotas más inverosímiles y contarlas, luego, con una convicción a prueba de balas. Él mismo había descrito el mundo en el que creció, rodeado de tías y abuelos que referían historias cargadas de leyendas, mitos y fantasías. Él aprendió la magia de la invención y la integró a su carácter y a su personalidad. Sus entrevistas, declaraciones, cuentos y novelas, tienen la impronta del prodigio y la maravilla que se escapa de la realidad real. Pero ahora recreo un acontecimiento increíble que tiene un extraño sello.
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EL AUTÉNTICO PRUDENCIO AGUILAR
En realidad, el nombre completo del abuelo de María Isabel Cabarcas era José Prudencio Aguilar Márquez, considerado como uno de los iniciadores del contrabando en La Guajira. Ganó fama con esa actividad ilegal que lo convirtió en un personaje que trascendió la península hasta pasearse por las tierras del Cesar y Magdalena. Su nieta lo define como un hombre de carácter fuerte, cargado de malicia y bromista invencible. Nació en 1909 en Riohacha, ciudad donde falleció en 1988. A mediados de los años cuarenta ya era una leyenda de la que se referían historias inverosímiles y anécdotas puntuales. El historiador Fredy González señala que “José Prudencio Aguilar encarnó al contrabandista criollo, al legendario, al hombre de palabra, siendo el honor su tesoro más guardado”. Y agrega: “… fue inmortalizado por el escritor Gabriel García Márquez en su novela Cien años de soledad, aparece con nombre y apellido propio en el clásico de la literatura”9.
El riguroso estudio de González coincide en parte con las revelaciones de María Isabel, quien conoció a su abuelo José Prudencio en su infancia a raíz de las permanentes visitas que su mamá realizaba a la casa de sus padres, ubicada en la calle sexta de Riohacha y donde vivía con su esposa Antonia Lucía Arizmendi. La nieta María Isabel tenía ocho años cuando falleció José Prudencio, pero lo recuerda con su vejez a cuestas, sentado siempre en la mecedora de la sala. En sus últimos años “de quietud y de silencio”, −dice María Isabel−, ya no reconocía a sus hijos debido al Alzheimer, “y al contagio de la peste del olvido”, agrega con gracia trayendo a cuento la enfermedad de mayor dramatismo en la novela del ilusionista de Aracataca.
A los 18 años, María Isabel leyó por primera vez Cien años de soledad y se sorprendió al ver el nombre de Prudencio Aguilar, casi igual al de su abuelo. Entonces preguntó a su mamá, quien le contestó: “Gabo y tu abuelo eran amigos”. Además, agregó que en varias ocasiones el escritor lo fue a buscar a Riohacha a raíz de los lazos de amistad que estrecharon después de aquella macabra broma ejecutada por Rafael Escalona, quien conoció a Prudencio primero que a Gabo en los tiempos en que ambos vivieron en Valledupar. El personaje de la novela había abandonado Riohacha para refugiarse en la tierra del cacique Upar debido a la violencia que azotó su tierra a finales de la década del cuarenta. Sobre las visitas de García Márquez a la capital de La Guajira, el investigador Ángel Roys escribió lo siguiente:
“A los 31 años de la visita de Gabriel García Márquez a La Guajira y a los 40 del mayor galardón de las letras colombianas con Cien años de soledad se rememora el paso del nobel por la tierra de sus ancestros en enero de 1991, cuando de incógnito llegó a Maicao, compartió con sus parientes Iguarán en la ranchería La Paz y luego en Riohacha, en busca de los restos de las epifanías que habían dado origen al universo de Macondo. En Riohacha le encargó a su pariente Ricardo Márquez Iguarán tres solicitudes muy puntuales: gestionar una visita a la mina del Cerrejón, un patio donde pudiera sentarse en una mecedora a mamar gallo y que le ubicaran a José Prudencio Aguilar, a quien había personificado en su obra cumbre en un duelo mítico con José Arcadio Buendía, quien lo mató atravesándolo con una lanza como cobro a la ofensa a su intimidad en el redondel de una gallera”10.
De tal manera que el círculo parece cerrarse en favor de José Prudencio, un hombre cuyo apellido, según María Isabel, provino de Europa y se estableció en México y en algunos países de Suramérica, entre ellos, Colombia. Más específicamente en Riohacha, desde donde se extendió hasta lograr fusiones diversas que no excluyeron el mundo wayuu. A tal etnia perteneció el papá de José Prudencio, un hombre llamado Bernardino Aguilar López, quien contrajo matrimonio con Isabelita Márquez. “Eso explica la condición de mestizo de mi abuelo José Prudencio”, puntualiza María Isabel.
Y claro: esta nieta que defiende con ahínco el vínculo de su abuelo con uno de los personajes más famosos de la obra icónica de Gabo, esgrime los más contundentes argumentos que pretenden espantar otras versiones que rondan los rastros del escritor, tal la del citado Saldívar, quien señala: “Mientras tanto, Medarda Romero, la causante de la muerte de su hijo y del éxodo de los Márquez Iguarán, se sumergía en la soledad y la marginación moral, y moría de hidropesía veintidós años más tarde. Por su parte, Nicolasa Daza, la joven viuda, se trasladó al vecino pueblo de Fonseca con los restos de su esposo y una hija de éste en el vientre: la que habría de ser madre de Lisandro Pacheco, el nieto de Medardo Pacheco Romero que, cuarenta y cinco años más tarde, acompañó a García Márquez por la región para que supiera dónde y cómo su abuelo había matado al suyo de dos disparos la lluviosa tarde del 19 de octubre de 1908”11.
En la página 26 del citado libro, el biógrafo Saldívar cuenta el episodio trágico y luego señala el encuentro −Gabo, Rafael Escalona y el personaje− con “un José Arcadio”: un hombre alto y fuerte, con sombrero de vaquero, polainas de montar y revólver al cinto. El escritor le dijo que era su nieto. “Entonces”, recordó el hombre con una antigua complicidad familiar, “su abuelo mató a mi abuelo”. Y enseguida viene la revelación: “Se llamaba Lisandro Pacheco, y, ciertamente, el abuelo de García Márquez, Nicolás Ricardo Márquez Mejía, había tenido que matar en un desafío a su abuelo, Medardo Pacheco Romero, hacía cuarenta y cinco años en la población guajira de Barrancas. Por precaución, Escalona le sugirió a Lisandro que no removiera esa historia, que Gabriel no sabía mayor cosa de la misma y, amparado en su afición y conocimiento de las armas de fuego, le sustrajo el revólver de la funda con el pretexto de probar puntería”. Al final del capítulo aparece una nota explicativa que dice:
“Rafael Escalona, en uno de los dos encuentros que tuvimos en Bogotá en agosto de 1992, no sólo me reveló el nombre de Lisandro Pacheco, sino que me aclaró que el encuentro con éste había sido en La Paz, situado entre Valledupar y Manaure”. Según Saldívar, el novelista García Márquez, en su autobiografía Vivir para contarla, quiso preservar el anonimato del tercer protagonista, “a quien, por cierto, cita en el primer caso (Entrevista a El Manifiesto) como José Prudencio Aguilar, mientras que en el segundo (Notas de prensa) ya no lo nombra”. Entonces, aquí el nudo gordiano se aprieta aún más. En realidad, ¿fue José Prudencio Aguilar, o Lisandro Pacheco, el protagonista de la diabólica broma? ¿Conoció Gabo a Lisandro y a José Prudencio? ¿Por qué reafirma a Aguilar en Vivir para contarla? ¿Mintió Escalona en su conversación con Saldívar?
María Isabel está convencida de que su abuelo inspiró al personaje de Cien años de soledad. Aún conociendo la versión de Saldívar −que no descalifica−, ella cree que probablemente existieron ambos encuentros, pero en espacios distintos; así mismo, adelanta la siguiente hipótesis: Dasso Saldívar, tal vez, escogió a Lisandro porque, esa decisión, engrandecía la historia trágica por la naturaleza inverosímil de la misma, situada, en este punto, en el terreno del realismo mágico. Se sorprende, eso sí, que Escalona haya decidido entregar esa versión al biógrafo, pese a que el mismo García Márquez sostuvo siempre que el hombre de la anécdota cruel se llamaba José Prudencio Aguilar, tal como lo sostiene en sus memorias, elaborada en medio de un rigor indiscutible y alejada de las ficciones que desplegaba en su cotidianidad, en sus novelas y cuentos. Porque, “está probada la amistad que hubo entre Gabo y mi abuelo”, remata.
¿Usted qué opina, amable lector?
NOTAS
1. Eligio García Márquez, hermano menor de Gabo, entrevistó a Arthur Lundkvist, miembro de la Academia Sueca que postuló a Gabo para el Premio de 1982. La respuesta del académico, a la pregunta ¿por qué se lo dieron a García Márquez?, fue: «Por toda su obra, pero especialmente por Cien Años de Soledad, que ha tenido mucho éxito también en Suecia. Pero uno de los aspectos de la fama es que cierto tipo de gente solo compra y lee este libro. Y dejan de lado El otoño del Patriarca, que es, sin discusión alguna, un mejor libro…». Gabriel García Márquez. La soledad de América Latina. Brindis por la poesía. Corporación Editorial Universitaria de Colombia, Publicaciones Universidad del Valle, Cali-Colombia, diciembre de 1983.
2. El diálogo entre García Márquez y Vargas Llosa fue publicado originalmente, en 1968, en una edición precaria que produjo el disgusto del escritor colombiano por los errores que contenía. La edición de 2021 apareció con el subtítulo de Un diálogo sobre la novela en América Latina, Penguin Random House Grupo Editorial, Primera edición, Narrativa Hispánica, pp. 43-44.
3. Gabriel García Márquez. Cien años de soledad. Edición conmemorativa. Real Academia Española. Asociación de Academias de la Lengua Española, 2007, pp. 31-32-33.
4. Óscar Collazos. García Márquez: la soledad y la gloria. Su vida y su obra. Edición Círculo de Lectores, Bogotá,1983, p. 13.
5. Dasso Saldívar. El viaje a la semilla. La biografía. Alfaguara, 1997, pp. 43-44.
6. Gerald Martin. Gabriel García Márquez. Una vida. Random House Mondadori, primera edición, 2009, p. 43.
7. Gabriel García Márquez. Vivir para contarla. Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2002, p. 499.
8. Gabriel García Márquez. Notas de prensa, 1980-1984. Editorial Norma, primera edición, 1995, p. 191.
9. Fredy González Zubiría. Cultura y sociedad criolla de La Guajira. Editor: Gobernación de La Guajira, 2005, pp. 138-139.
10. Artículo Gabo en La Guajira publicado por Ángel Roys Mejía en el Diario del Norte, edición del 10 de mayo de 2022.
11. El viaje a la semilla, op.cit., p. 45.
*Magister en Educación. Tres veces ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Autor del libro biográfico García Márquez y Vargas Vila: un camino, dos historias. Actual decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Autónoma del Caribe.