Una línea muy delgada separa la vida de la muerte. La mía casi se rompe, o quizás se partió, pero Dios la repuso porque no era mi tiempo. Los tiempos de Dios son perfectos.
Lo que me pasó me lo contaron; lo he reconstruido para tener memoria de esos 27 días que estuve en cuidados intensivos, sumida en un coma inducido.
Todo comenzó el 6 de junio de 2014, a las 12:15 del día, con un leve dolor de cabeza, que pensé aliviar -apenas llegara a mi apartamento- con un analgésico y un digestivo, combinación que había inventado para aliviar las frecuentes migrañas que me daban cuando tenía mucho estrés. En el trayecto del trabajo a mi casa hablaba por celular con Margarita McCausland, directora de la revista La Ola Caribe, de la que soy editora; y seguí hablando hasta que no supe más de mi.
Me cuenta mi hijo Samir Ballestas, quien cursaba entonces sexto semestre de medicina en la Universidad del Norte, que estando en su habitación escuchó un ruido estrepitoso; salió a ver y en ese momento la empleada llevaba mi almuerzo.
Ambos me vieron tirada en el piso. Mi hijo pensó en AMI y llamó a su papá, Antonio Ballestas, otorrino, quien voló de inmediato a la casa con el médico internista Antonio Mattar.
Mientras la ambulancia llegaba, mi hijo me llamaba insistentemente para que despertara. Me levantó del piso y me acomodó en el sofá. Una médica de urgencias que vivía en el mismo edificio subió a verme y dijo que por la posición de mis ojos era un accidente cerebro vascular. Cuando llegué a la urgencia de la Clínica del Caribe me dio un paro cardio-respiratorio y de inmediato me llevaron a cuidados intensivos.
Reinaba la incertidumbre. Me hicieron choques de reanimación, tomografía, escanografía cerebral, electroencefalografía y otros estudios, hasta que el intensivista CarlosRebolledo confirmó la ruptura de un aneurisma cerebral con mal pronóstico.
Mi esposo corría de un lado para otro con lágrimas en los ojos, mi hijo se abrazaba a mis hermanos; mi hermana Yaneth se desmayó y en un abrir y cerrar de ojos comenzaron las cadenas de oraciones. La sala de visitas estaba repleta de familiares y amigos más allegados; y yo, ajena a todo esto, estaba sumida en un sueño profundo, en comunicación con Dios.
Mi esposo dejó en el doctor Rebolledo la búsqueda del mejor especialista para que me salvara. Llamaron al doctor Jairo Fernández, neurocirujano con especialización en cirugía endovascular. En ese momento el médico se disponía a viajar a Valledupar pero acudió al llamado urgente. Después de ver los estudios le dijo a mi esposo que había que hacer una embolización con ‘coil’ (espiral pequeño y blando de metal que se coloca dentro de un aneurisma).
Antonio le preguntó cuánto demoraba, a lo cual el doctor respondió que podía durar 30 minutos o varias horas, dependiendo de la complejidad. Cuando el aneurisma cerebral se rompe, produce una hemorragia, la cual puede causar la muerte.
De inmediato el doctor Alberto Dau, neurocirujano, procedió a abrir mi cráneo para drenar la sangre derramada y medir la presión intracraneana.
A la media hora salieron los especialistas de la sala de cirugía y dijeron: “Ahora hay que esperar la decisión del de arriba”. Una veladora fue encendida por mi hijo día y noche a San Antonio, el santo a quien me encomiendo siempre.
Mi esposo consultaba con neurocirujanos de otros países para saber qué podía pasar conmigo y la respuesta era la misma: hay que esperar que se desinflame el cerebro.
Mi hijo bajó de internet toda clase de información para estar familiarizado con el tema. Mis hermanos no salían de la clínica. Maribel, quien me sigue, dejó su negocio en manos de uno de sus trabajadores y permanecía en la clínica desde las 7 de la mañana hasta las 9 de noche, para verme unos minutos en la mañana y otros tantos en la tarde. Todos los días la acompañaba nuestra fiel y devota amiga Érika Segebre, quien le daba alientos con sus sabias palabras.
Durante mi estancia en la Clínica del Caribe contraje dos neumonías. El infectólogo Iván Zuluaga estuvo pendiente de la bacteria que me producía fiebre permanente. Mi estado de salud era crítico y a veces estable.
De pronóstico reservado. El día 14, como no abría mis ojos, me realizaron una traqueostomía para estar conectada a un pulmón artificial. Después la gastrostomía para alimentarme.
Mi estancia en cuidados intensivos estuvo bajo la dirección del doctor Wilmer Barros, a quien mis familiares ‘atormentaron’ día y noche preguntando por mi evolución. 30 días después, cuando abrí complemente mis ojos, me sorprendí al verme rodeada de mis familiares en una habitación de una clínica y pregunté por qué estaba ahí.
Nadie podía hablar. Le dejaron la palabra a mi esposo, quien me narró lo
que me había pasado. Minutos después apareció en mi habitación una mujer alta, de contextura gruesa y una sonrisa a flor de piel. Me dijo: Soy Chechi Del Gordo -fisioterapeuta-, la persona que te va a hacer caminar.
Cómo? pensé… Es que no puedo caminar? Efectivamente no podía mover mis brazos ni mis piernas. Había
perdido el tono muscular. Como el aneurisma estaba en el lado derecho, mi lado izquierdo del cuerpo estaba muerto.
No olvidaré jamás el calor humano de los especialistas y de las enfermeras que desfilaron por mi habitación para ver el milagro de vida en mí. El doctor David Sabbag era uno de ellos; iba todas las mañanas, me daba los buenos días, sonreía y se iba a su trabajo.
El jefe de cocina iba en persona para preguntarme qué quería desayunar, almorzar y cenar, y me complacía. Para que me distrajera, mi hermana me contaba de las misas que me ofrecieron Anita González e Ivette García y otras amigas; y me leía los nombres de las personas que me visitaban y no podían verme. Mi esposo recibió la llamada del periodista Jorge Cura desde Croacia, hasta allá llegó la noticia; y muchas otras llamadas de sus colegas en otros países.
El entonces gobernador José Antonio Segebre y su secretario de salud David Peláez se presentaron para ver en qué podían ayudar.
A los 34 días me llevaron a mi apartamento, donde me esperó un equipo interdisciplinario: una enfermera de día y otra para la noche, fisioterapeuta en la mañana y en la tarde y terapista ocupacional todos los días.
Rosalba de Morillo -cirujana pediatra-, muy amable se brindó para darme clases de pintura y sacrificaba dos horas de su consulta para estar conmigo. Porque era una buena terapia para mover mis dedos.
Llegué a mi apartamento consciente pero en ambulancia, “con medio cuerpo muerto en vida”.
No podía mover ninguna de mis extremidades; así que me subieron en silla de ruedas, cargada por los camilleros de AMI, entidad a la que le debo la vida por su prontitud.
El calvario comenzó con la fisioterapia. De eso doy fe. Fue lo más horrible de todo el proceso; el dolor no me dejaba siquiera juntar las piernas ni levantar los brazos.
Permanecía con analgésicos día y noche. Iba al baño cargada; y días después, apoyada en el hombro de mi esposo.
Aprendí a caminar como los bebés, dando pasos, sostenida de un caminador. Después, con el fortalecimiento de mis dedos empecé a sostener un vaso, a comer con mis propias manos y a firmar mi nombre, que tanto quería ver en un papel para saber si algún día podía regresar a mi amado oficio de periodista.
Todo lo fui logrando poco a poco, con fe, tenacidad y perseverancia. No tenía tiempo para entristecerme, porque cada día tenía algo que contarle a mi esposo cuando llegaba de su consulta diaria.
Me grababan cada movimiento nuevo y se lo mandaban a los médicos y a los amigos que preguntaban todos los días por mi salud, entre ellos al abogado Miguel Bolívar Acuña, quien hizo una fiesta de Carnaval y nos invitó; y allí en su casa, bailé por primera vez.
Recuerdo que un domingo, a los quince días de estar en mi apartamento, me visitó el médico fisiatra Salomón Abuchaibe y después de examinarme, me dijo que me esperaba al día siguiente en su centro de rehabilitación Issa Abuchaibe, donde cambié mis dolores por alegrías, y conocí gente amable y llena de mucho cariño. Los doctores Salomón, Brigitte e Issa Jr. Abuchaibe y el fisioterapeuta Wilfrido Bolívar me consentían y al mismo tiempo me exigían.
A los dos meses de terapia intensiva, como algo sorprendente, ya caminaba y levantaba mis brazos y pude ir con Margarita McCausland a Cartagena a escuchar una charla que mi esposo iba a dictar en el Centro de Convenciones Las Américas sobre cirugía de feminización de voz. Qué emoción para él verme entre el público aplaudiendo su intervención.
Aún no controlaba mis esfínteres y sentía que me ahogaba cuando caminaba porque no llegaba suficiente oxígeno al cerebro. Regresé al trabajo y me dormía frente al computador.
Un día mi esposo me sorprendió cuando me dijo que me tenían que volver a intervenir para rellenar otros aneurismas, porque el doctor había encontrado otros tres.
Me esperaban otras dos intervenciones para corregir los otros tres aneurismas. En la última intervención me pusieron un stent (dispositivo con forma de puente que ayuda a corregir el estrechamiento de las arterias), y mi vida cambió. Cuando desperté de la anestesia, sentía que mi alma regresaba a mi cuerpo. Podía respirar y salí de la clínica caminando. Esta sí soy yo! Le dije a mi esposo, a mi hijo y a mis hermanos.
Muchas bendiciones a todos los que intervinieron en mi proceso de recuperación, a Monseñor Víctor Tamayo y al padre Mario Solano por las misas que oficiaron, y a los que rezaron por mi. Los llevo en mi corazón.