por Enrique Dávila Martínez
A pesar de que son admirados, los escritores muchas veces son calificados como raros, excéntricos, trastornados… No otra cosa se puede pensar de quienes no hallan armonía entre la pasión artística y la poca necesidad que la sociedad tiene del producto final de esa pasión, esto es, su obra. Por eso, “¿para qué contar cuando lo importante es vivir?”, tal como se preguntaba Françoise Sagan. Por lo general, los escritores tienen razones, ciertas o ambiguas, para intentar con su escritura la comunicación de ciertos aspectos de la realidad que creen que solo ellos conocen. Una de esas razones es su capacidad de penetración de esa realidad, que no es lo mismo que la simple reproducción de sus experiencias de vida. Esa capacidad se las otorga el sistema de comunicación llamado lenguaje, que les enseña cómo ser perspicaces y cómo aprehender o enterarse de ciertos asuntos que luego dan a conocer gracias a ese mismo lenguaje. Lo cierto es que a los escritores las ganas de contar algo los abruman. Y ese algo puede englobar su incapacidad para trazar y alcanzar metas prácticas, y la descripción de la soledad y de la incomunicación como componentes de la condición humana. Desde luego, los escritores no deben utilizar el lenguaje
para describir las supuestas maravillas y lo más presentable de sus propias experiencia vitales, como hacen los autores vanidosos, es decir, los malos, ayudados por la facilidad que hoy implica el hecho de escribir con procesadores de texto y la ayuda de los medios de difusión de la literatura, a diferencia de décadas recientes. Muchos escritores, que sienten que han vivido, para bien o para mal, no pueden sustraerse a las ganas de describir su verdad individual, que con frecuencia es oscura, contradictoria, insípida e intrascendente. Las vidas de los escritores, salvo excepciones, como la de D’Annunzio, no despiertan curiosidad, no interesan, no conmueven, pues se trata de individuos que no son osados ni se aventuran en negocios ni en sucesos utópicos. ¿O es que acaso, a un barranquillero, por ejemplo, saber cuál era la cotidianidad de Borges le resulta más atractivo que conocer la vida de los jugadores del Junior? No obstante, las existencias de los escritores podrán carecer de aventuras prácticas (aunque las hay, y más de lo que se piensa), pero sí en riqueza interior, en luchas secretas contra fantasmas imaginarios, y en sus casos, por lo mismo, reales. Pero, aunque con sus obras no pasara nada, la sola vida de los artistas –casi siempre singular, casi siempre apasionante– debería ser suficiente para justificar su existencia. Me refiero, desde luego, a seres que han vivido mucho, con frecuencia atormentados, a los q
ue el significado de su paso por el mundo les resulta traumático, cuyas vidas están llenas de contradicciones, un poco ungidas por lo excepcional y, si se quiere, por la neurosis exacerbada, pero llenas de poesía, inmersas en ella. La política, las guerras, los negocios, la falta de plata, el mundo globalizado donde prima la tecnología los hacen apátridas, antihéroes perfectos. Digo antihéroes, pese a que en realidad un escritor es un héroe porque solo los excepcionales, como García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa y Cortázar, han podido vivir de sus publicaciones, en tanto que a los otros estas les son remuneradas de manera insignificante si consideramos el esfuerzo que les implicó su escritura. Pero –y este es un milagro del Arte–, después de su devastación, real o ficticia, al escritor le quedan fuerzas para el amor, para la fiesta y el vino, para la actitud sensible, para el intento de preservar ciertos valores…