Laure Hanne Kheneyzir y Loor Naissir son la misma persona. Me cambiaron el nombre y el apellido. Fue el pobre cura viejo y sordo del pueblo que escribía lo que oía. Lo que no pudieron variar fue mi impronta y mi destino: casarme con un currambero cambambero que me ha enseñado a querer las fiestas de bordillo, los almuerzos criollos donde el chino Chois, los bailes en el Rancho Currambero… Nací en Barranquilla y me llevaron chiquita con un terrón de arena en las manos a un pintoresco pueblo a orillas de una hermosa laguna en la que jamás me dejaron bañar: Luruaco. Pero iba a ver a las lavanderas que arrojaban la espuma de los jabones de barra de colores amarillento y azul.
Recuerdo una estampa: mujeres y niños jugando sobre piedras a orillas de la fresca laguna, y yo extasiada mirando el panorama con el uniforme del colegio sudado de tanto jugar.
El grito de Tomasa, la empleada doméstica, me hacía volver a la realidad. Debía regresar a la casa agarrada de su mano, como todos los días. Tres fiestas se celebraban con mucha algarabía en el pueblo: el Carnaval, con fandangos a orillas de la laguna y las verbenas, a las que nunca me dejaron ir. El día de San José, santo patrono; y la Navidad, en la que me dejaban vestir de la Virgen María y desfilaba en las principales vías sobre un burro.
Estrenaba ropa en diciembre y en Semana Santa me vestían de morado porque debía guardar ‘consideración’ por la muerte de Cristo.
Esas dos últimas celebraciones me las permitían vivir a plenitud. Pero el Carnaval no, porque para mis papás no pertenecía a sus tradiciones libanesas. Pero mi destino estaba en la Puerta de Oro, hoy en la Ventana al Mundo.
Fue mi esposo Antonio Ballestas, otorrinolaringólogo, quien me llevó por primera vez a una Batalla de Flores en 1989 y por las noches a bailar en el Hotel el Prado con las orquestas que traía Enrique Chapman. Las clases de baile de Tomasa ‘la resbalosa’, como le decían, me sirvieron mucho. Después de reposar el almuerzo cuando llegaba del colegio, nos poníamos a bailar con la música -salsa, vallenato, merengue y hasta boleros y rancheras- que sonaban en las tres cantinas ubicadas en el frente del almacén de mis papás, sin saber que algún día me casaría con un currambero cambambero, que me enseñó a querer el Carnaval. Me volví cambambera!
Viva el Carnaval!