por Shadya Karawi Name
Hace un año, mi miedo más grande se hizo realidad. Mi mamá, mi mejor amiga, la luz de mi vida, estaba siendo ingresada a una clínica de la que nunca más saldría.
Desde niña, siempre tuve pánico de que mis papás, especialmente mi mamá, murieran. No sé muy bien de dónde o por qué aparecían esos pensamientos obsesivos que no me dejaban dormir por las noches.
Cuando me fui de Barranquilla, mi ciudad natal, para estudiar en la capital, este miedo se incrementó. Y, cuando me fui del país, ya te puedes imaginar que me desbordó por completo.
¿Y si pasa algo cuando yo no esté? ¿Y si se enferman? ¿Y si se mueren? No voy a poder resistirlo. No voy a poder sobrevivir con tanto dolor. Y, así fueron pasando los años. Y fui adquiriendo herramientas en el camino que me ayudaron con mi ansiedad, con mi pánico inmenso, con los pensamientos en bucle.
Y, entonces, llegó el momento en el que una pandemia no me permitió sostenerle la mano a mi mamita, mientras dejaba su cuerpo. Tuve que hacer las paces con no volver a verla. Con despedirme de ella, siendo tan joven y teniendo, todavía, tantas cosas por vivir que quiero compartir con ella.
Este año ha sido, sin duda, el año más difícil de mi vida. Y, al mismo tiempo, ha sido el año en el que más he crecido, aprendido, vivido.
Me he entregado a la voluntad de Dios, del universo, de la vida, por completo.
He comprendido que no sé mucho y que, simplemente, estoy teniendo esta experiencia humana de la mejor forma que sé hacerlo.
He verificado aquello que ya antes intuía: lo que amamos nunca muere. Es imposible que lo hagan, porque viven, por siempre, en nosotros.
El duelo no es lineal. Hay momentos de llanto desconsolado que se convierte en carcajadas. Hay añoranza, nostalgia y melancolía. Hay gratitud inmensa. Y hay emociones que, ni siquiera, puedo nombrar, porque no sé describirlas.

Mi mamá vive en mí cada día. Ella es magia. Alegría. Baile. Bondad. Mi mamá es dulzura, generosidad y entrega. Y yo hablo en presente porque lo que ha sido, por siempre será.
Mi mente, todavía, no procesa que su cuerpo físico haya dejado de existir. Le hablo cuando me despierto y antes de irme a dormir. Cuando camino por las calles. Cuando estoy triste y cuando estoy feliz. Le pido ayuda a gritos, cuando no encuentro el camino, ni las fuerzas para seguir.
No te voy a mentir, me asfixia no poder llamarla por teléfono y escuchar su voz. No fundirme en sus abrazos. Ni recibir sus mensajes de buenos días.
Sin embargo, la siento presente en cada respiración. La veo cuando me veo en el espejo. La escucho, cuando canto.
Y recibo sus señales a diario: colibríes, mariposas, flores amarillas e incluso su nombre en lugares impensados. Sueños que tengo con ella y que otras personas tienen con ella, en los que me manda mensajes.
Tenerle miedo a la muerte, es tenerle miedo a la vida. Ese, sin duda, ha sido uno de los mayores aprendizajes que me ha dado la enfermedad y la muerte de mi Mochy. La realidad innegable es que todos, absolutamente todos, nos vamos a morir. Y, cuando eso ocurra, seguramente miraremos con ternura a los que quedan, en esta experiencia tan humana de contrastes, porque verificaremos que el alma es eterna, que el amor es eterno, ni siquiera la muerte nos podrá separar.
Aquí sigue mi mamá. Y ese ser que tanto amas, también. Lo sé con certeza. Nuestros muertos siguen vivos en nosotros, en lo que hemos compartido. Y la mejor forma de honrarlos, de celebrarlos, de amarlos, es aceptar plenamente sus destinos, sus vidas y sus muertes, tal y cómo han sido, y seguir viviendo, de la mejor manera posible, hasta que un día nos volvamos a abrazar.
