Por Pablo Martínez-Sistac Barreto
Wilson Anaya parece ser lo opuesto de lo que en Cartagena llamaríamos “un man acelerao”. Es más, la única vez que alzó la voz en nuestra conversación fue cuando se interrumpió a sí mismo en la cafetería de la universidad de Adelphi, en Estados Unidos, para soltar un “how you doin?” a un estudiante que pasaba y lo saludó.
La historia de este multifacético cartagenero comienza en la Calle del Espíritu Santo, en 1966. La misma donde hoy queda el mundialmente reconocido restaurante “Celele” en el Centro Histórico. Desde entonces ha vivido en distintos lugares como en los barrios El Socorro y El Bosque, en Cartagena, además en Bogotá, Caracas y Nueva York, a donde emigró a los catorce años para radicarse definitivamente. Actualmente es profesor de literatura y lengua castellana en la Universidad Adelphi. Para llegar a este cargo fue reparador de máquinas de escribir, metalero, carnicero y policía.
Su vida siempre se ha marcado por la inquietud y curiosidad. Desde niño, le interesan los deportes y la música. Para lo primero, muy cartageneramente, el béisbol y el fútbol. Para lo segundo, no muy cartageneramente, el rock y el metal. Practicó ambas disciplinas en el colegio, pero con el paso del tiempo y una rotura de meniscos, se ha relegado a ver y no jugar.
Se mantiene en forma y sigue montando bicicleta de montaña por las mañanas. Aunque podría hacerlo en una bici estática como lo alardean tantos cincuentones y cincuentonas en clase de “spinning”, pero no. Ser estático no va acorde con su carácter.
Con la música no tiene limitación. Lo que empezó como pasatiempo de niño con la guitarra lo condujo a formar una banda de ‘heavy metal’ y tocar en bares y eventos. De hecho grabó un disco, en alguna disquera ya olvidada. Su grupo se llamaba “Darkness”, oscuridad, en inglés. Pero más que oscuridad, esta faceta sirvió para aclarar su destino.
Melómano confeso, aunque su banda favorita sea ‘Black Sabbath’, no discrimina entre géneros musicales. Por eso decidió estudiar música clásica y piano. De ahí que considera a Bach el mejor compositor de la historia. Estos fuertes sentimientos y opiniones hacia la música lo llevaron a ponerle “Sebastian” de segundo nombre a su hijo, en honor a Bach. Al día de hoy, sigue practicando la guitarra en su tiempo libre, además de asistir a shows y ensayos de bandas conocidas y nuevas.
Estuvo veinte años vinculado a la Policía y en todo ese tiempo estuvo patrullando en las estaciones del Metro en el Alto Manhattan. Allí, en el inhóspito submundo del subterráneo neoyorquino, presenció las más crudas realidades de la criminalidad.
Originalmente se presentó a los exámenes de admisión a la Academia Policíaca por recomendación de unos patrulleros que trabajaban medio tiempo con él en una carnicería. Lo que en ese entonces no sabía es que en esa institución estaría viviendo una vida más encarnizada que la que había conocido hasta entonces.
Comenzó su carrera como policía en 1992 durante la llamada “epidemia del ‘crack’”. Tuvo que lidiar con drogadictos, expendedores y bandas criminales dedicadas al expendio de este narcótico. Además tuvo que familiarizarse con los incidentes que siguen siendo habituales en los metros y las estaciones de la Gran Manzana como son las peleas, el hurto y la crisis de habitantes de la calle.
En su época de uniformado le tocó vivir el atentado del 11 de septiembre. Estaba desayunando en un puesto de comidas de Harlem. No volvería a comer por las siguientes 20 horas. Desde ese día y, por las siguientes tres semanas, trabajó turnos de 12 horas hasta que la ciudad se recuperaba y podía alcanzar alguna semblanza de normalidad.
A nivel personal, concluye que dos décadas de servicio policial le mejoraron su fortaleza mental y le enseñaron a ser lo que los americanos llaman “cool, calm, and collected”. Algo así como a ser fresco, calmado y tranquilo.
Como resultado del equilibrio mental que requería estar en la Policía no se sobresalta fácilmente, es sereno y habla sin ningún apuro.
“Para mi, la literatura fue un escape de la vida cruda y violenta que estaba viviendo como policía”, explica.
En las noches, después de que acababa su turno, estudiaba literatura e historia del arte. Al desvincularse de la institución continuó sus estudios y alcanzó el título de Doctor en Literatura, de ahí el Ph.D, después de su nombre.
Esto presenta en su vida una dicotomía importante de resaltar de tipo rudo y metalero a intelectual pensativo y catedrático. Se puede decir que su inquietud ahora es más intelectual que juvenil.
También es un dedicado padre de familia. Está casado desde hace más de veinte años con Jeanine, con quien tiene dos hijos: Christian, de catorce y, Dale Sebastián, de trece. Con ellos visita Colombia cada año y les hace empanadas con huevo cada semana.
Con Jeanine hizo un pacto que cuando él se retirara de la Policía, estudiaría y cuidaría de los niños hasta que ella se jubilara. Luego empezarían a viajar más a menudo.
No puede quedarse quieto ni intelectual ni geográficamente. Acaba de regresar de un viaje a Marruecos y al inicio de este año visitó Bolivia, de donde regresó enamorado. En Latinoamérica solo le faltan por conocer Cuba y Chile. También estuvo en las capitales turísticas de Europa, y quiere volver este año. Después desea conocer a Japón y Tailandia por su gastronomía.
Calmado, pero exigente; relajado, pero determinado; enfocado, pero inquieto. Y de alguna manera volver a la literatura es dar una vuelta completa y regresar a su llegada a Nueva York cuando empezó reparando máquinas de escribir con su tío.
Regularmente da clases al aire libre, en los jardines de la universidad y es apreciado por sus estudiantes. Se puede decir que es un “profe bacán” por su amabilidad y esfuerzo por ser entendido, ya que no huye de las preguntas. Su clase más popular es sobre la construcción de narrativas nacionales mediante la literatura en el siglo diecinueve. Sí, eso mismo. De cómo los Estados hispanoamericanos fomentaron la cohesión social creando una identidad nacional.
Así de complejo como eso pueda llegar a sonar publicó un libro del mismo tema titulado “Bolívar y el modernismo”. En él explica cómo la figura de Simón Bolívar sirvió de fuente de inspiración al movimiento modernista que nació en Latinoamérica mediante la pluma de maestros como el nicaragüense Rubén Darío, el colombiano José Asunción Silva o el cubano José Martí.
Igual, como buen profesor de literatura castellana, cree en el sermón que todos hemos escuchado que “el Viejo Testamento” es ‘Don Quijote de la Mancha’ y “el Nuevo Testamento” es ‘Cien Años de Soledad’. Pero de la misma manera afirma que si tuviera que volver a leer una novela sería ‘Pedro Páramo’, del mexicano Juan Rulfo; y un cuento, sería ‘El Matadero’, del argentino Esteban Echeverría.
Está escribiendo un libro de cuentos inspirado en sus episodios dentro de la Policía. Además quiere componer un disco de rock sobre el realismo mágico. Reitero, para Wilson no es posible quedarse quieto.
Hoy es un profesor exigente, escritor investigativo, músico apasionado y viajero asiduo. No se sabe con certeza qué más será en el futuro pero, por ahora, debe estar leyendo La Ola Caribe.