Por Jaime Horta Díaz*
(Para todos los que tienen a cargo personitas cualquiera que sea la edad, sexo, estirpe, condición, especie o nacionalidad).

Jinger se ha vuelto indispensable. Desde su llegada a nuestra casa nada volvió a ser igual. Todo tiene que ver con ella. La televisión se volvió un espectáculo adicional por su cuenta. Seguro piensa -como yo- que el televisor es una ventana por donde entran fantasmas que deambulan por la casa.
Jinger tiene su temperamento personal. Le gusta la televisión y sigue los programas de naturaleza, pero no soporta en su cuarto los grandes mamíferos, ni los felinos, ni los perros. Odia a las hienas y las persigue por toda la habitación. A veces incluso los busca al otro lado de la pared.

Tampoco le agradan los uniformes ni las escenas de guerra. En general les rumora cosas a los que aparecen armados en la pantalla chica, así sea con un bate en la temporada de béisbol. En síntesis, tiene criterio: no le gustan la violencia ni algunas propagandas. En cambio, adora a los niños. Les mueve la cadera como un molinete.
Jinger es la atracción de los niños del parque. Una de las primeras palabras que aprendió fue parque, antes que vamos, y lo cuida con pasión desde la ventana. También existe otra razón poderosa: Jinger come flores. Todas las mañanas devora un puñado de multicolores del jardín. Es un espectáculo cuando alcanza los pétalos. Parece embriagarse con el licor que le roba al colibrí de la cuadra.
Por la mañana el parque se convierte en un centro de estudios. Los perritos como los niños tienen derecho a estudiar. Debe ser obligatorio. En el universo de estas personitas un par de meses de entrenamiento es como graduarse de bachillerato. La universidad de Jinger es el parque. Ahí ha aprendido mucho de los perritos y, claro, de las personas. También sabe que divertirse es fácil y barato y que estudiar puede ser divertido si uno quiere.

Nos advirtieron que era un poco nerviosita pero no parecía muy diferente a las demás.
Solo que no era nerviosita sino hiperactiva.
Olief, el amiguito noruego del barrio, no dudó en preguntarme en la primera visita:
“¿Siempre es así de energética?”. Siempre.
Cambió de tema y murmuró: “Tiene unos ojos grandotes”. La verdad es que está en la boca de todo el mundo. El otro día llamó por el celular Rocío, mi sobrina de seis años, desde la represa de Betania, cerca de Neiva, para preguntarme si a Jinger todavía le gustaba jugar. Solamente atiné a contestarle que no había madurado. “Qué bueno”, celebró la niña.
Jinger es una manipuladora que me recuerda a los periodistas: amenaza con comer periódico si no le dan lo que quiere. Rasga el diario y me encara. Cualquier día no se lo cambié por un pedazo de pan y se comió el papel delante de mí. La diferencia es que algunos periodistas se lo hacen comer a los demás.
Vino tan débil y desprotegida que el mismo día corrimos a comprarle un abrigo y se lo pusimos en el propio almacén. Era una hermosa chaqueta roja, con tres botones al frente y le quedó al cuerpo, como dicen las señoras. Era chistoso verla caminar muy tiesa, luciendo su vestido. Muy pronto le quedó pequeño, pero entonces no hubo forma de liberarla. Debimos acudir a la más refinada técnica quirúrgica. Tijera en mano
la abrimos por la espalda. La había definido tanto que el robot siguió caminando todo el día, como si portara una armadura invisible.
Claro que no faltan las controversias. A pesar de su corta edad ha protagonizado varias discusiones. En este país donde se raja de todo el mundo, pero no se le sostiene a nadie, la primera polémica fue por el nombre.
Cuando Alexandra, la niña de los por qué, supo que habíamos adoptado una oriental se apenó porque la bautizamos Jinger.
¿Jinger? “Porque es china”, le dijimos. La cosa quedó de ese tamaño. “Además, si es china debe llevar alguna consonancia con sus ancestros, así sea el fonema “jing”, replicamos. No respondió nada, pero después comentó a muchos amigos por Internet que no le parecía el nombre adecuado para una niña. Los mensajes llegaron hasta la Casa Blanca. El presidente de Estados Unidos quería intervenir. Le comenté al escritor Fernando Vallejo y me prometió desde México que en su próximo libro le pegaría una vaciada. “Está bien –aprobé en voz baja-, con tal de que no se meta con el Papa”.
De todas maneras, Bibi, mi cuñada, reviró en San Francisco, desde una baranda del Golden Gate: ¿Cómo así que Jinger? Si es por jengibre, en inglés se escribe con “g” y
deletreó g-i-n-g-e-r. Tenía razón, pero es que el jengibre se escribe con “j” y estamos en Colombia. Además, tiene ritmo. Parece música. Suena como una campana. La arquitectura es precisa para el correo electrónico. Además, incluye una especie de flores
exóticas rojas, blancas y combinadas. ¿Qué Jinger come flores? No puede perjudicar a nadie con ese nombre.
Del resto, las únicas peleas serias han sido con las gemelas Lorenza y Salomé de esa selva vertical que es el edificio de apartamentos en que vivimos. Nadie ha salido lesionado. Jinger descarga sus iras con el puerco espín de caucho. Jinger es genial. Me encanta su alegría permanente. Su amor a la libertad. Su rechazo a la violencia. Alguien podrá pensar cómo ponderamos a nuestros niños. Tal vez deba decir de una vez que Jinger es una perrita pug y que al mirarla a los ojos no puedo imaginarme por qué algunos dicen que los animales no tienen alma.
*Capítulo del libro Jinger come flores (Santa Bárbara editores, Barranquilla, 2021)