por Adlai Stevenson Samper
Sin Barranquilla como espacio geográfico cultural sería incomprensible la obra de Gabriel García Márquez, habitante por temporadas inolvidables en «esta ciudad de mi alma tan apreciada de propios y ajenos por la buena índole de su gente y la pureza de su luz» tal como dice emocionado el periodista “Mustio Collado” —sobrenombre colocado por sus alumnos de colegios públicos— y anciano protagonista de Memorias de mis putas tristes cuya trama y personajes discurren por los lados de la plaza de San Nicolás, la calle del crimen, la redacción de periódicos, en la vieja casona de dos pisos de Clemente Salazar Mesura en donde viviría una temporada el ‘sabio catalán’ Ramón Vinyes y en los metederos eróticos del barrio Chino y La Negra Eufemia Tenorio en el barrio Olaya.
La primera visita de García Márquez a Barranquilla fue a la edad de 11 años tal señala Gerald Martin, biógrafo del escritor. Llegó con Gabriel Eligio, su padre, instalando una botica en el centro de la ciudad y una pretenciosa casa en el barrio Abajo del Río, en medio de estrecheces económicas que al final los hicieron buscar mejores destinos río arriba, por Magangué, mientras Gabito se quedaba hospedado en casa de su primo José María Valdeblanquez con su esposa Hortensia y su hija.
Estudió en la escuela Cartagena de Indias con el profesor Casalins, ubicada en donde hoy queda la Sociedad de Mejoras Públicas, al lado del teatro Amira de la Rosa. Sus otros estudios, bajó la égida de su primo Valdeblanquez fue en el colegio San José, en la calle de Las Flores en el centro de Barranquilla. Después marcharía a Zipaquirá. A Barranquilla retornaría en 1949 para incorporarse al grupo de Barranquilla conformado por Álvaro Cepeda Samudio, German Vargas, Alfonso Fuenmayor —incluyéndose él, los cuatro discutidores de Macondo—, Alejandro Obregón, Figurita Rivera, Quique Scopell, Julio Mario Santo Domingo y otros. Con ellos aprendió el modernismo norteamericano en la literatura y el periodismo, incluso con el retórico William Faulkner al que tanto le asimiló los paisajes macondianos del profundo sur de Estados Unidos.
Influencias de sus amigos de Barranquilla, ciudad en donde decía que quería vivir, seguidor del Junior y donde llegaba cada vez que podía en los cincuenta para integrarse al combo de jaraneros de La Cueva, esa tienda convertida en fortín de cazadores e intelectuales. En 1971, en el proceso de investigación y redacción de El otoño del patriarca, se mudó a Barranquilla por unos breves meses en una casa del barrio Ciudad Jardín, cuyo propietario era Quique Scopell, pero más pudieron las nostalgias de ciudad de México de sus hijos que sus ganas de residenciarse en la ciudad en donde según sus autorizadas palabras “no hay prestigio que duré tres días”.
Lo cierto es que la intención de quedarse en Barranquilla nunca la abandonó. Incluso compró un apartamento en la carrera 58 con calle 68 para la eventualidad de temporadas secretas que le permitieran reencontrarse con la ciudad querida que se encuentra tan presente a lo largo de su obra. Quizás la más identificable es en Memorias de mis putas tristes aunque el nombre no aparezca por ninguna parte siguiendo la recomendación de Vinyes cuando le mostró en los 50 el proyecto de La casa, convertida o metamorfoseada después en Cien años de soledad, que ese no era un nombre literario.
El episodio lo narra en Vivir para contarla: «Después de una serie de precisiones técnicas que no logré valorar por mi inexperiencia, me aconsejó que la ciudad de la novela no se llamará Barranquilla, como yo lo tenía decidido en el borrador, porque era un nombre tan condicionado de la realidad que le dejaría al lector muy poco para soñar».
Lo cierto es que las últimas 100 páginas de esta épica novela transcurren en espacios y con personajes de la Barranquilla de entonces. Y no es la única. Dice Gabo que El coronel no tiene quien le escriba tuvo la primera imagen de arranque observando a un anciano en el muelle del puerto fluvial de Barranquilla.
La ciudad se encuentra presente en cuentos como Los funerales de la mama grande y en novelas como La mala hora, redactada en las nocturnas salas calientes del diario El Heraldo, en el cuento La noche de los alcaravanes, ocurrida en un fenomenal sancocho en el burdel zoológico de La Negra Eufemia. En su novela poema El otoño del patriarca se refiere a sucesos del habla local, confesados a Plinio Apuleyo Mendoza en su libro El olor de la guayaba. Dice Gabo al respecto: «Los traductores a veces se vuelven locos tratando de encontrar el sentido de frases que entenderían de inmediato, y con risas, los choferes de taxi de Barranquilla». Agregamos algunos de ellos: el salchichón de hoyito, gordolobo —la ginebra Gordons que tiene en su etiqueta un lobo— y la manta de bandera.
Gran parte del libro Vivir para contarla, una especie de biografía sobre los recuerdos fundamentales del escritor, se encuentra dedicada a su periplo en Barranquilla. Casi una aventura con sus amigos discutidores que duraría todas sus vidas. Lo dice Mustio Collado que es él mismo escritor transmutado en los afanes del sexo en la vejez: «Desde allí se ve el parque de San Nicolás con la catedral y la estatua de Cristóbal Colón, y más allá las bodegas del muelle fluvial y el vasto horizonte del río grande de la Magdalena a veinte leguas de su estuario».
En Barranquilla aprendió con sus amigos el valor de no tomar tan en serio las adustas y trascendentales cosas cotidianas. En el multitudinario velorio de La Mama Grande acuden; entre otros los mamadores de gallo de La Cueva y los camajanes de Rebolo, una categoría antropológica que el escritor ensayaría ampliamente en sus atuendos de camisas floreadas y el mote de los habitantes del Centro de Barranquilla cuando lo veían pasar de ‘trapo loco’.
Pero no se crea que estos rasgos humanos de parte de los habitantes de La Arenosa eran de su interés. Se muda a la ciudad a finales de los cuarenta pues según él le diría a sus amigos y mentores de Cartagena, en esta ciudad los asuntos culturales y literarios estaban sintonizados con lo que andaba buscando en materia de contemporaneidad. Escribiría en agosto de 1954 sobre Álvaro Cepeda Samudio «En Barranquilla —donde las apariencias indican que no se lee, y hay tres librerías en las que Faulkner se agota en 48 horas— Álvaro Cepeda Samudio, un muchacho de 27 años que por lo menos ha pasado diez en los salones de cine y otros diez en los bares, acaba de publicar un libro de cuentos colombianos vividos en Nueva York».
Si bien Barranquilla no fue Macondo, hace parte integral de esta población bajo el supuesto de un mecanismo de relojería articulado a la invención del poblado ilusorio que ahora hace parte del ethos nacional, así que no es poca la influencia de esta ciudad en su obra. El arcángel Gabriel fue enviado para convencernos igual a una epifanía que a la larga todos somos Macondo.