El más grande de los románticos del vallenato
colaboración de
Félix Carrillo Hinojosa*
En la plaza mayor de Valledupar, cerca de una de sus esquinas, estaba una casona colonial, en donde repartían sus expresiones de cariño, Teotiste Cabello Pimienta y Evaristo Gutiérrez Araujo, ya fallecidos. En uno de esos cuartos, nació un 12 de Septiembre de 1940 y allí mismo, creció al lado de sus hermanos José Tobías (f), Olga y Karina, el mundo creativo del que es hoy, uno de los más grandes creadores del vallenato, el mismo que le dio la mayor madurez a la lírica de una música campesina. Era el sitio indicado para ser llenado de música, en donde el violín y el piano tocado por su padre a toda hora, les daba la despedida o bienvenida.
Es Gustavo Enrique, quien desde niño, sabía para que estaba hecho. De eso estoy seguro, como también que, los poetas españoles Guillermo Breer, Federico García Lorca, Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Gala y los colombianos Jorge Robledo Ortiz, Antonio Comas, “el indio Duarte”, dejaron regados los trozos más hermosos de sus poesías, al tiempo que los músicos Horacio Guaraní, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa y Agustín Lara, se encontraron para repartir tantas quejas de amor, que no les cabía en cada una de sus bohemias almas.
Estoy seguro de que todo eso ocurrió, en el mismo lugar donde el llanto de un niño fue bautizado con música. Ahí se fundió el sentimiento artístico, de tantas influencias externas, que sumadas con las de nuestros poetas naturales, entre ellos, Tobías Enrique Pumarejo Gutiérrez, el primo hermano querido de su padre, quien fue el que más influenció su espíritu musical, que se hallaban dispersos en la provincia y crearon en el flacuchento jovencito de trece años, las condiciones propicias para que se adueñara de la guitarra como la única alcahueta, que le podía acolitar tanta música inmersa en su cuerpo.
Así es el inicio, de lo que sería después, la consolidada historia defendida por un muchachito delgado, de voz trémula, consentido por sus padres, en especial por la inolvidable Teotiste Cabello, quien lo mimaba en demasía, quien encontró la fórmula especial para decirle a todos, que su forma distinta de componer y hacer sus letras, lo salvaría de lo denso que era ese ambiente, de principios de la década del 60’.
Ya había entrado en sus dos primeras décadas de edad y había estudiado administración, pero sentía que ese cartón no le serviría de nada, para la vida que aspiraba a llevar. A esa historia que estaba por empezar a vivir, le llegaría el detonante especial, envuelto en la palabra amor. Mientras estudiaba en Bogotá, fueron muchas las cartas que se atrevió a escribir, para su amada que había quedado en Valledupar. Nunca hubo respuesta, hasta que un amigo le dijo: “no le escribas más, ella se va a casar”. De ese momento amoroso, surgió en 1963, el paseo ‘Confidencias’ en donde se cansó de repetirle con sus ojos llorosos, “Bésame todos los días, hasta la hora de la muerta y más allá de la muerte, no me olvides vida mía”. Allí empezó a sentir lo duro que es el camino de asumir el amor, en la intensidad que personajes como él viven.
Él había nacido en esa tierra, considerada después como “la capital mundial del Vallenato” y por otros como “el vaticano del vallenato”. En una de esas vacaciones vividas en su pueblo, de nuevo se encontró con el amor. Ella había llegado de Barranquilla. Tenía el encanto y la ternura de mujer, preciso para cautivar a un naciente poeta. Cuando la vio doblar la esquina, en compañía de unas amigas, se sobresaltó. Era la primera vez, después de ese fracaso sentimental, que eso le ocurría a su joven corazón. Era una mujer hermosa y cuyos ojos le hablaron ese día. Él decidió darle rienda suelta a la inspiración y le dijo con música lo que sentía, “por ti Cecilia hermosa, yo daría (Bis), toda mi vida entera y dos vidas si tuviera”.
Atrás había quedado el pequeño que se asomaba por el ventanal de una casa, del que salían unos sonidos musicales que brotaban de un piano, tocado por Fabriciana Calderón, la mujer del “Cachaco” Benavidez, el hombre al que Escalona le retrató como buen pintor de textos, las arrugas que trataba de esconder. El mismo que jugó futbol, se fue al río y se tiraba del sitio más alto o el que llegaba al único teatro, siempre de último y por eso como castigo, le tocaba ponerle el cerrojo. Era el de los ojos café oscuro, con una piel entre morena y clara, que se había vuelto hombre. El mismo que otra vez volvió a llorar y como hecho raro, por causas del amor.
Llegó al mundo de la parranda vallenata comandada por los mayores, Siempre se cantaba y tocaba hasta el cansancio lo mismo y cada vez que se encontraba con ellos, “lo mismo” volvía a tener el protagonismo que ellos le daban. En uno de esos encuentros, con su concertina al pecho, un pañolón rojo al cuello, su camisa remangada y con el último perfume de moda, decidió cantar sus nacientes cantos: “Suspiro del alma”, “La espina”, Confidencias y “Morenita”. No llevaba dos canciones, cuando esos mayores se pararon y dejaron solo al “árabe” como le apodaron siempre. Ellos querían seguir escuchando más de lo mismo. Eso lo comprendió el nuevo bardo de la composición. No se molestó, pero sí despertó ante el comportamiento de quienes consideraba su mayor apoyo, frente a sus sueños musicales. Eso lo hizo seguir con su trío “Serenata” tocando bambucos, boleros y pasillos.
Eran los tiempos en que empezaron a llegar a la provincia y en especial a Valledupar, los mejores vientos, productos de aquellos viajes interminables en donde Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Zamudio, Fabio Lozano Simonelli, Nereo y Manuel Zapata Olivella, ya fallecidos, dejaron una buena semilla. Fueron los tiempos en que todos ellos llegaron a considerar a esta tierra como “el paraíso”. Era el tiempo en que Escalona, con solo abrir la boca, invitaba a todos a meterse en la aventura de reafirmar lo que sus canciones relataban. Así surgió un contingente de amigos, que se fueron para Valledupar, tras el rastro del ya consagrado autor vallenato.
Un día sintió, que a esa música que él tenía como muy suya, la afectaría las diversas expresiones musicales que llegaban por diversos medios. Una de ellas, las rancheras y corridos que inundó a nuestra provincia musical con sus películas, lo que llevó a muchos comportamientos amejicanados, de valores hechos o nacientes del vallenato. Ya nuestra música tenía un recorrido en la grabación, muchos de los que fueron los patrones esenciales del vallenato, se habían apoderado de Barranquilla, Cartagena y Medellín, los tres primeros guetos que surgieron ante la avezada labor de nuestros campesinos, que se dieron a la tarea de masificar todo lo que había estado represado por más de dos siglos, los cuales se dieron cita en 1968 cuando a Consuelo Araujo, Alfonso López y Rafael Escalona se le dio por hacer de Valledupar, el punto de encuentro más importante del vallenato.
A él le correspondió, por iniciativa de Consuelo Araujo Noguera y Darío Pavajeau Molina, dirigir la oficina de turismo del Cesar de 1974 a 1979, en donde pese a los limitados recursos para organizar esos Festivales y al hambre desmedida de los políticos, por apoderarse de la organización del mismo, logró fortalecer ese sueño convertido en una realidad, pero que nunca ha dejado de tener sus palos, en mitad de creciente.
Un año después, el joven creador con sus 28 años cumplidos, se presentó a la recién creada categoría de la canción inédita de ese Festival. Seleccionó el paseo “Rumores de viejas voces”, grabada luego por Alfredo Gutiérrez Vital, para convertirse así, en el primer ganador de ese concurso. Ese tema, es una queja premonitoria, que alertó a la comunidad vallenata de lo que fue luego, una realidad: el vallenato como música fuerte, se abrió al dialogo con otras músicas locales del mundo y Valledupar pasó de lo rural a lo urbano, al tiempo que el creador nos decía, “ya se alejan las costumbres del viejo Valledupar, no dejes que otros te cambien el sentido musical”. Veintitrés años después se le dio por volver al concurso de la canción y que mejor escenario que el Festival y mucho más, si la obra que tenía creada, recogía lo que todos queríamos escuchar. “Paisaje de sol” es un relato autobiográfico, grabado por Jorge Oñate y Juan Rois, en donde la mano amiga del provinciano se abre de par en par, para brindar su bienvenida como lo testimonia su creador “dame tu mano mi amigo, que quiero saludarte, desde hace un tiempo que busco, la forma para hablarte”.
Empieza a crecer su imagen de renovador y la gente, muchas de las que no creyeron en su propuesta musical, se suman a la romería de seguidores, que empezaba a cultivar junto con su primo querido Fredy Molina Daza, silenciado este, siendo muy joven, por el sino trágico que rodea a nuestra música, a quien le dedica una de las elegías más sentidas, de todas las hechas en el Vallenato, en donde manifiesta que la muerte no es más que un silencio. Toma su concertina, se llena de su música y comprende que desde ese instante, empezaba a morir él también, y con voz desgarradora, cantarnos “y mientras vibra confusa las notas de un acordeón, Fredy Molina se muere sin sentir ningún dolor”.
De ahí en adelante la vida del creador no fue fácil. Su mundo se convirtió en “amores que van y vienen”, soledades sin riquezas, a veces olvidado, nuevas canciones, a las que decidió regalar, en busca del mundo para que se apoderaran de ellas. Más solo que acompañado, Gustavo Enrique comprendió que debía replantear su manera de vivir la vida. Ya no estaban sus padres y hermano, ya el Valle crecía a ritmo acelerado, en donde los rostros que acostumbró a ver en la plaza, ya no estaban y los que llegaron, no se parecían a él, tampoco lo reconocían a él.
Con más más de cuenta años, vividos a su manera, Gustavo Enrique inició una cruzada, no aquella que lo llevara a la fama ni al dinero, sino al de la tranquilidad amorosa, en donde pudiera tener sus hijos, acariciarlos y poder saber que algo muy de él, tenía vida.
Después de dos años de amores, en donde hubo vientos a favor y en contra, llegó Jenny Leonor Armenta y empezó a cicatrizarle las heridas, a quererlo como se debe hacer con los portadores de música y llenar de retoños a su hogar. Así nacieron Enrique José, Evaristo y Gustavo José, de un matrimonio con más de dos décadas.
Con la periodista Lolita Acosta, fallecida, tuvo a su hijo Jaime Daniel (f).
“Gustaveta”, bautizado y querido así por el pintor Jaime Molina Maestre, ha sido protagonista de merecidos reconocimientos, por su aporte al vallenato. En el 2013, la versión 46 del Festival de la Leyenda Vallenata se hizo en su honor. Fue un encuentro con el hombre que no se amilanó, cuando sintió que sus nacientes creaciones generaron rechazo. Hoy la historia era distinta. Estamos frente a un triunfador distinto, a los de todas esas anteriores y posteriores generaciones. Era el hombre que le apostó al cambio con sentido vallenato. El mismo que inició grabando para sellos Orbe y Bambuco, sus primeras canciones, junto a su primo Fredy Molina, la caja de Pablo López, con el apoyo de Santander Díaz, ya fallecidos, la guitarra de Hugues Martínez, quienes siempre creyeron en la forma distinta de hacer y ver nuestra música, que se paseó por los sellos discográficos CBS, Fuentes, Codiscos y producciones independientes, que dejaron impreso su manera de cantar y tocar la concertina, que como él no hay dos, para hacerla sentir más vallenata frente a quienes la interpretan. Él es el mismo que compuso un canto romántico con el alma adolorida pero que también narró a través de una rebeldía social, la tragedia de los algodoneros, los dolores que empezaron a vivir los pueblos nuestros por la inequidad del centralismo y el abandono estatal. A todo le cantó, el más grande de los románticos del vallenato. El querido por todos, el del abrazo leal, el que siempre lloró por un amor y hoy está lleno de felicidad y con unas ganas de vivir.
Con más de veinte producciones musicales y más de cien canciones grabadas, el aporte de Gustavo Gutiérrez es una realidad que sirve de referente especial, para una cultura musical como la nuestra, que tiene en este personaje, al mayor propiciador de hechos que han llevado a que podamos hablar de una posmodernidad en el vallenato.
Cuando se empiece a buscar en el extenso libro de nuestra música, vamos a encontrar su nombre en letras inmensas, sustentado por las melodías y textos de canciones, que no nos cansaremos de exaltar. Habrá a quienes le guste un “Lamento provinciano”, “La gaviota”, “Mi novia juvenil”, “El regalito”, “Ella lo sabe”, “Regalo mis canciones”, “Mi niño se creció”, “Lloraré”, “El cariño de mi pueblo”, sumados a un centenar de cantos de gran factura que ha engrandecido al vallenato.
Así es él, un romántico que nunca se olvidó de la realidad que circunda a su entorno. Por eso Gustavo Enrique es un narrador creíble, si cualquiera quiere entrar a su mundo, sin necesidad de hablar con él, solo con buscar la historia del nacimiento de sus cantos, verá como cada uno de los personajes insertados en esa narrativa, les puede contar lo veraz de la misma y lo inmenso que encierra ese contador de los hechos, que pasan en el Valle eterno de su añoranza.
No hay duda de que su verso predilecto y uno de los que más nos gusta, es cuando dice, “yo siempre soy Gustavo Gutiérrez, el que canta muy triste en el Valle, el del cantar herido, por polvoriento que sea el camino, yo no le tengo miedo a la distancia, si allí encuentro el olvido”.
*Escritor, periodista, compositor, productor musical y gestor cultural para que el Vallenato tenga una categoría dentro de los Premios Grammy Latino.
fotos cortesía de la familia Gutiérrez