Mágico como lo fue su dueño
*Colaboración de Éel María Angulo Hernández
La casa del Nobel Gabriel García Márquez huele a paz y triunfo. Sus paredes laten, hablan. Es como un cielo en el cielo plagado de esa suerte de luceros a los que el mundo bautizó como libros y a los que él veía como estrellas. Tiene un jardín grande de grama bien cuidada frente al que se abre un estudio en forma de ele. Entrar allí es mágico. Tanto como lo fue su dueño. Tanto, como lo recuerdan sus historias.
A esa cueva llena de letras, entre las que flotan los apellidos de Kafka y Freud y repetidamente el nombre de Fidel Castro, entré el tercer día de noviembre de este inolvidable año. Lo hice vestida de blanco para honrar al escritor cuyo nombre retumba en mi mente y en la de miles de colombianos, Gabo. La brisa fresca que me envolvió al entrar al recinto, que desde 1961 acogió al narrador cataquero en Ciudad de México, me anunciaba que lo viviría me quedaría grabado en las retinas con la tinta indeleble de las ilusiones de Macondo.
A pocos metros del imponente escritorio marrón y la silla negra en la que se sentaba el autor de ‘La hojarasca´ para entregarse al delicioso y a la vez doloroso rito de narrar y exorcizar demonios, amor y cólera en novelas y poemas, encontré una caja llena de arena en la que reposan 19 piedras. Cada una tenía estampado el nombre de alguna de las obras del apasionado esposo de Mercedes Barcha, la del centro es la principal: ‘Cien años de Soledad´. Esa en la que pensó por 17 años. Esa que le valió la ovación mundial y cuyo anuncio recibió justo en esta residencia del Pedregal de San Ángel a la que convirtió en su propia aldea de cuento.
En el silencio de su encantadora morada encontré el eco mudo de sus carcajadas, que cesaron desde su muerte en 2014, y hasta me pareció verlo parrandear entre las sonrisas que esbozaba en varios retratos, uno sobre el regazo de la mujer que lo acompañó hasta el último día y en el que se le veía gozar con dulzura el contacto con sus hijos Rodrigo y Gonzalo.
Dos fotos en blanco y negro inmortalizaron en su espacio privado el momento cumbre en el que vestido de liqui-liqui recibió en Estocolmo el mayor galardón a su obra en 1982. Contrario a lo que se pudiera esperar, este no destaca a gritos en la sala, sino que se esconde entre los lomos de decenas de libros y demuestra que, por más que el mundo lo aplaudiera como Nobel, de puertas para adentro prefería seguir sintiéndose solo como el hijo de Gabriel Eligio y Luisa Santiaga. El de las rosas amarillas. El de los chistes y refranes. El que aún reposa en los pasillos de la casa aunque su cuerpo ya no esté. El que nació en el Caribe y murió en México. El que amó la calle Fuego hasta los tuétanos. El que dormía en nubes de palabras. El que le entregó el alma a lo que lo hacía suspirar, narrar, solo narrar.
Fotos cortesía de Éel María Angulo
*Periodista barranquillera radicada en Países Bajos, ganadora de premios de periodismo como el Rey de España y el Simón Bolívar.